sábado, 31 de julio de 2010

El joven Gaspar

En la década de los cincuenta del pasado siglo XX, el puerto de Santa Cruz de Tenerife era la despensa de las clases pobres de la isla. (Naturalmente la mayoría de la población) Alrededor del mismo giraba una serie de actividades económicas, más o menos sumergidas o toleradas, que hacían posible la supervivencia de muchas familias, no sólo de la capital, sino que acogía a innumerables familias de obreros de pueblos del interior e incluso de las denominadas islas menores. Estas familias impelidas por las paupérrimas condiciones de vida en sus lugares de origen, se vieron obligadas a establecerse en las inmediaciones de la ciudad, con la esperanza de que el puerto les proporcionase el sustento diario. Como resultado de estas migraciones interiores, se crearon núcleos de población que andando el tiempo llegarían a convertirse en populosos barrios, así se crearon los barrios de: La Alegría; María Jiménez;  Cueva Bermeja; Los Campitos; Chamberi; Las Cabritas; Taco; La Cuesta; Becerril; Barrio de La Salud; Nuevo Obrero, y un importante núcleo de población en el Barranco Santo o de Santos, que estuvo habitado desde la trasera del Barrio de la Salud hasta el puente de Galcerán, donde hasta bien entrado los años cincuenta existieron gran cantidad de cuevas y chabolas ocupadas por los desheredados de la fortuna, y por toda una serie de desplazados políticos por el régimen franquista que subsistían en torno a las  actividades que generaba el puerto. El motor que movía la economía sumergida era el contrabando, el estraperlo, el cambalache y el cambulloneo. En época de restricciones como la que nos ocupa, en Santa Cruz se podían adquirir en el mercado negro artículos de lujo tales como, cigarrillos americanos, ingleses, turcos u holandeses, así como chocolates, galletas, leche condensada, café, azúcar, aceite, güisqui, jabones finos, aspirinas e incluso penicilina, antibiótico éste  que venía en las cámaras frigoríficas de los barcos fruteros ingleses, la cual se vendía de estraperlo,  siendo sus principales consumidores los portadores de enfermedades venéreas y una multitud de tuberculosos. En este entorno se movían las mafias que controlaban las redes de la emigración clandestina hacía América, especialmente a Venezuela, al que estuvieron ligadas conocidas familias santacruceras. Por otra parte, la fuente principal de trabajo la constituía la “lista del muelle”, es decir, los servicios de carga y descarga de los buques. (estiba y desestiba) Estos servicios absorbían buena parte de la mano de obra barata que desde el interior de la isla se desplazaba al muelle o bien estaba ubicadas en los arrabales de la ciudad. La “lista” estaba compuesta por dos secciones; la “fija” que la componían los obreros “en plantilla”, y la del “saco” que la componían los obreros que eran llamados solamente cuando la demanda de mano de obra lo exigía, o cuando los obreros “fijos” se negaban a realizar determinadas tareas por ser penosas o desagradables, tales como la descarga de productos a granel, cementos, asfaltos, abonos etc., por lo cual el posible puesto de trabajo de los del “saco” estaba siempre en precario, aunque éstos iban engrosando la “lista fija” cuando se producían bajas en la misma, y siempre en función de la poca o mucha influencia que pudieran tener con los dirigentes de la sección de trabajos portuarios. Además de las dos listas mencionadas, existía una tercera denominada “la Coya”.  Esta sección estaba destinada a la descarga y carga de los buques congeladores. En las bodegas los obreros trabajan bajo cero, en condiciones extremas, por lo que se trabajaba una hora en las bodegas y se descansaba dos, aún así, soportaban la jornada laboral gracias al consumo de ingentes cantidades de alcohol. A estas labores concurrían los obreros más osados, los que tenían mayor necesidad de dinero, o los que querían acumular méritos para acceder a la “lista fija”.
Paralelamente a estos colectivos, se movía toda una muchedumbre de porteadores; carreteros; maleteros; vendedores ambulantes, “guías turísticos”, generalmente golfillos de muelle que invitaban a los viajeros y marineros a visitar los comercios, o burdeles de la ciudad, con el reclamo de ¿signorina, señoritas, mister?. Cuando se prestaba la ocasión se dedicaban al margulleo, arrojándose a la bahía para rescatar algunas “perras” de cobre que viajeros y tripulaciones arrojaban como divertimento desde las bordas de los barcos. Otra manera de supervivencia empleada por estos golfillos o palanquines, consistía en rasgar los sacos de granos o de azúcar estibados en los muelles, siendo una verdadera pesadilla para los guardas del puerto. En ocasiones, atacaban con el mismo propósito a los camiones que transportaban estos productos a los depósitos de la comisaría de abastos, así como a los que llevaban hacía el muelle las cargazones de caña de azúcar procedentes  del Valle de Guerra, y que eran embarcados hacía Gran Canaria, en los últimos veleros dedicados al cabotaje. Otra modalidad de ganar algunas perras, consistía en limpiar con trozos de estopa amarradas al extremo de un alambre, los bidones de 500 litros de aceite vacíos que se remitían a España. Los restos de aceite así extraídos, se vendían en los bares y casas de comidas de la ciudad.
Las colas para adquirir cualquier tipo de alimentos o vacunas eran interminables

Toda esta muchedumbre, podía verse desde la madrugada, sentados en los muros del incipiente muelle de Rivera, o deambulando hasta las casetas del consumo y de aduanas, o arrimados a la farola, en espera de alguna oferta eventual de trabajo, o tratando de combatir el frío de la madrugada fumando un Kruger o consumiendo algunas “cañas-cortadas” en el bar “Perico”, de la calle del Sol, la Marquesina, o algunos vasos de priorato o valdepeñas en la Viña del Loro, de la calle de la Marina.
Pero centrémonos en el velero Joven Gaspar. Por los años 50 en las islas y especialmente en la de Tenerife, una considerable flota de veleros había sido dedicada a la pesca de altura, y al cabotaje con cargas  de piedras de cal, caña de azúcar etc. Estos barcos que en mejores tiempos habían sido el orgullo de armadores y astilleros, se veían ahora relegados al ostracismo, víctimas del empuje de las máquinas de vapor. Muchos de ellos fueron reacondicionados como “viveros” y dedicados a la pesca de la Chopa y la Sama en aguas del continente, no tardando en sucumbir al ímpetu de las nuevas técnicas. Ante esta tesitura, los propietarios que se resistían a desprenderse de sus embarcaciones si no le sacaban un buen beneficio económico, aprovecharon la ocasión que la emigración clandestina les ofrecía para deshacerse de los barcos, obteniendo un buen rendimiento, empleándolos de manera subrepticia en el transporte de masas de famélicos canarios que iban en busca de tierras de promisión.
Estas masas han sido víctimas de la explotación caciquil, que ha imperado desde los aciagos días en que las islas fueron conquistadas por los europeos, manteniéndonos en la más absoluta y abyecta sumisión, y en una pobreza secular de la que solamente se podía salir escapando del dominio español, y del de sus fieles perros guardianes, los caciques y oligarcas canarios. Desde siempre, los canarios hemos sido objeto de venta e intercambio, por parte de las clases dominantes en todas las  épocas. Desde los primeros tiempos de la conquista y en años posteriores, fuimos apresados y vendidos como esclavos en los mercados españoles. Posteriormente, se nos obligó a formar parte de las expediciones que los conquistadores españoles emprendían, para saquear y masacrar pueblos,  erradicando de cuajo a culturas milenarias, en nombre de un Dios tan despiadado como ellos, quizás porque los hombres tienden  a adoptar dioses que se asemejen a su imagen y sentimientos.
Cuando convenía a los intereses de la supuesta nobleza local, y a la oligarquía,  usaban a familias canarias para poblar las colonias americanas; a cambio, éstas podían exportar algunas pocas  toneladas de mercancías, estableciéndose así el tributo de sangre que tuvo vigencia durante casi dos siglos. Desde siempre nuestra subsistencia ha dependido de los ciclos económicos que nos ha impuesto la oligarquía local en función de sus intereses, los que siempre van dirigidos a la obtención de beneficios fáciles y rápidos, sin que jamás haya existido una política de planificación de recursos a largo plazo, limitándose a generar productos de rápida salida, y de demanda coyuntural en Europa. Todo ello queda reflejado en los ciclos de producción: primero fue la caña de azúcar, después la vid, posteriormente la cochinilla, a continuación el plátano y el tomate, productos que están siendo desplazados de los mercados tradicionales por las producciones españolas, marroquí y del área dólar, y por último, el monocultivo del turismo de masas, que es más endeble si cabe que los anteriores, pues basta que se produzca el menor conflicto en Europa, para que todo el tinglado erigido en torno al mismo, se derrumbe como un castillo de naipes. De repetirse el ciclo, nos dejarían un país totalmente arruinado, con el medio ambiente totalmente destruido, los acuíferos esquilmados, las tierras de cultivo cubiertas de capas de asfalto y bloques de hormigón, con inmensas moles de apartamentos donde meter cabras, pero no tendríamos ni un manchón de hierba con que alimentarlas. En fin tendríamos un país devastado en aras del becerro de oro cuyo culto promueven los inversores europeos, y al pueblo canario nos tocará como siempre, reciclar los restos, en espera de otro ciclo económico orquestado por las finanzas españolas.
En los años cincuenta, años de penuria de toda índole de que hemos venido hablando, los armadores vieron en la emigración clandestina, una fórmula para desprenderse de sus viejos barcos al tiempo que obtener pingüe beneficios, como hemos apuntado. Ello les llevó a alentar, cuando no a fomentar la existencia de las mafias de la emigración clandestina simulando la venta de navíos a personas que actuaban como hombres de paja, y en ocasiones simulando el robo de los mismos.
El periodista Monty, en un interesante artículo publicado el 17 de septiembre de 1989, en La Prensa del Domingo”, nos relata la que fue la última aventura marinera de la Joven Gaspar. Dado la indudable notoriedad del mismo, reproducimos algunos pasajes que consideramos del máximo interés para una mejor comprensión de la situación social en que se vivía en canarias en los años cincuenta: “El Canario, a pesar de su secular cariño por sus islas natales, a lo largo de la historia de su colonización, por diversas necesidades se ha visto en la penosa disyuntiva de tener que emigrar de su Patria, para obtener una mejoría económica y social en su estatus de vida.
Desde finales del siglo XIX y en el transcurso de más de la mitad del pasado (siglo XX), se han sucedido diversas corrientes migratorias hacía los países del área de Sudamérica; principalmente los puntos de recepción han sido Cuba, el primero, después Argentina; y más tarde Venezuela.
Esta última, y por tanto la más reciente, tuvo como principales causas las secuelas apocalípticas de la guerra civil española, unido al posterior conflicto bélico mundial.
“Estos factores repercutieron sensiblemente en nuestro archipiélago, en donde por su lejana situación geográfica, la pobreza, los racionamientos alimenticios y el paro eran unos poderosos condicionamientos que incidieron en el flujo migratorio hacía dicho país”.
Hubo también otros motivos importantes para generar el ciclo. El dominio y la opresión de las ideas políticas del vencedor sobre los vencidos (situación que venimos soportando hace más de quinientos años) Muchos de ellos, los que lograron sobrevivir a las diversas represalias, optaron por abandonar su fraternal mundo de vivencias en búsqueda de nuevos horizontes desconocidos y más óptimos. Los estados unidos de Venezuela, por aquellos años, se mostraba a los cansinos ojos de los isleños como la tan deseada tierra de promisión.”
Allí, nuestros conmatriotas encontrarían los medios de subsistencia para ellos y sus familias,  al tiempo que aportaban su esfuerzo personal al engrandecimiento del gran país caribeño, Muchos de ellos afirmaron profundamente sus raíces, multiplicando su descendencia y bregando como un venezolano más por el engrandecimiento del país que les dio cobijo y del cual hicieron su nueva patria. El flujo migratorio fue de tal magnitud, que los residentes y descendientes de  canarios superan con creces el millón de almas. Como consecuencia, podemos afirmar que, todas las familias canarias tenemos en mayor o menor grado de parentesco, algún familiar residente allí. No todos tuvieron la suerte de encontrar su dorado en la hospitalaria tierra, un gran número de éstos, después de una estancia más o menos larga, decidieron regresar a sus hogares de origen, con desigual fortuna. Unos, con el fruto de su tesón y esfuerzo lograron mejorar su situación y la de los suyos, otros, aunque no  lograron triunfar, han regresado a sus hogares cargados de recuerdos y vivencias que les han enriquecido el espíritu.
Frente a la playa de San Antonio, entre panzudas gabarras del carboneo y algunos pequeños barcos de contrabandistas apresados por el patrullero Malaespina, se mecían  suavemente varias goletas de la factura de Canarias, entre las cuales destacaba la silueta de la goleta Joven Gaspar.
En cubierta, el viejo marino y su perro encargados de la vigilancia del navío, observaban los movimientos del bote que se acercaba a la banda del barco; en este viajaban dos personas, las cuales solicitaron  permiso para subir a bordo.  Una vez en cubierta se presentaron al anciano vigilante; uno iba en representación del propietario del velero, el otro, representaba al nuevo dueño. Con esta visita se iniciaban los prolegómenos del último gran viaje de la goleta, y el fin de la misión como vigilantes del anciano y su perro.
Las gestiones para recaudar el dinero necesario para la compra de la Joven Gaspar, se habían llevado a efecto en los bajos del puente Serrador, además de otros puntos de la isla, entre ellos, La Matanza y el Puerto de la Cruz. En Santa Cruz, según don Faustino Miranda Acosta, pasajero en la aventura de la Joven Gaspar, el contacto con los organizadores y posterior acuerdo, lo llevó a cabo en la calle de la Noria Baja, con don Domingo “el majorero”, natural de La Matanza y posiblemente el cabecilla de la organización en aquel pueblo, como veremos más adelante, y la esposa de éste que le acompañaba en las reuniones en que trataba de los futuros embarques.
Veamos la manera en que contactó don Faustino con los mafiosos: éste se fue aproximando disimuladamente a una reunión que mantenían algunas personas (debemos tener en cuenta que por  esas fechas, cualquier reunión de más de tres personas en las calles era ilegal), logrando informarse y a continuación comprometerse para formar parte en el hipotético viaje, acordando el precio del pasaje en 3.000 pesetas, cantidad muy importante en aquellos años de penurias económicas.
Posteriormente, después de haber pagado la cantidad acordada, los futuros pasajeros debían reunirse en unos puntos determinados previo aviso o consigna para ser conducidos hasta el lugar de embarque. Amparados por la oscuridad nocturna, un viejo camión cubierto por un encerado y precedido por un coche, iba recogiendo en el trayecto hacía el punto de embarque a los furtivos viajeros. El automóvil, a cierta distancia, hacía paradas frecuentes e indicaba con señales luminosas que la vía estaba franca de la presencia de la guardia civil. Una de las paradas tuvo lugar a la entrada de La Laguna junto a la Cruz de piedra o del “Humilladero”, en esta parada, abordó el camión de transporte don Faustino Miranda Acosta quien se unió a los hacinados viajeros.
Por la traquearte carretera llegaron a la altura de San Diego, desde donde tomaron la antigua carretera del norte. Sin mayores contratiempos llegaron al municipio de La Matanza haciendo una parada en un lugar próximo al Barranco de Cabrera; en ese lugar tomaron el mando de la expedición don Fidel Nicolás Yánez Pérez y don Nemesio García, ambos pescadores de profesión y expertos conocedores de las vías de acceso hacía el Caletón en las costas de La Matanza de Acentejo. El primero de los citados, era el encargado por los organizadores de Santa Cruz de recibir a la famélica carga humana y conducirla a través de unas veredas de difícil tránsito durante el día. Imaginemos a los expedicionarios trasladándose de noche sin luces y con pleno desconocimiento de las mismas. La columna se dirigió al lugar de espera previamente acordado que era una oculta cueva en la costa conocida como de “Callado Menudo”.
Los expedicionarios, iniciaron una larga y penosa marcha en plena noche, por los abruptos acantilados de La Matanza de Acentejo por veredas apenas aptas para el paso de cabras. Podemos imaginar el riesgo que supuso para las 140 personas el tránsito por aquellas laderas sin poder hacer uso de hachos o lámparas de carburo con que alumbrar el camino, por el temor de ser detectados por la guardia civil o somatenes de los pueblos próximos.
Amanecía, cuando llegaron al refugio de la cueva de “Callado Menudo”, donde se ocultaron durante dos días, muchos de ellos sin alimentos pues no estaba prevista una espera tan prolongada, por lo que los viajeros menos previsores no portaron vituallas. El agua potable para el consumo la cogían de una galería abandonada y de un manantial que aún existen en el lugar conocidos como “La Brebera
Teóricamente, esta operación se llevó con la máxima discreción, aunque hoy se sabe que las autoridades de una manera u otra tenían conocimiento de la misma, pero no actuaron por condescendencia hacía sus propios familiares y amigos de aquel término municipal. De otra manera ¿cómo se hubiese explicado la presunta ignorancia de la permanencia de 140 personas relativamente ocultas durante más de 48 horas, hambrientas por la imprevisión de la estadía, e imprudentemente tendidas al sol, o merodeando por los alrededores, expuestas a la visión de los moradores de las zonas costeras del Sauzal, o de los ocasionales visitantes del Caletón?. Creemos que se contesta por sí misma.
Los viajeros, inmersos en la zozobra de la angustiosa espera, como es natural, eran ignorantes de los acontecimientos que, mientras tanto, tenían lugar a bordo del Joven Gaspar. En la goleta, habían surgido desavenencias entre el patrón de la embarcación y el nuevo propietario de la misma, don Álvaro Padrón; negándose el patrón a fondear en la ensenada del Caletón, en la costa matancera, para verificar el embarque de los emigrantes.
Este hecho pasó desapercibido para los viajeros, no así para los experimentados pescadores del lugar que capitaneaban la recepción. Éstos, con gran estupor vieron como el velero no se detenía pasando de largo rumbo al Oeste. Acto seguido, desde el refugio natural de “Piedras Negras”, se botó al agua el más veloz de sus botes a motor y salieron en persecución del ágil velero, que gracias a la suave brisa que soplaba en esos momentos no había desarrollado aún toda su velocidad; pudiendo ser alcanzado y abordado a la altura de Buenavista del Norte.
Abordado el navío, los perseguidores pudieron ver cómo al representante del propietario de la nave (un hermano de éste), parte de la tripulación le tenían acorralado, impidiendo con esta acción que se ejecutasen sus órdenes de fondear el barco en la ensenada del Caletón. De la  actitud adoptada por el patrón y parte de la tripulación, se deduce que éstos no tenían conocimiento del verdadero destino del buque.
Tras un forcejeo verbal, los tripulantes de la chalupa perseguidora se hacen dueños de la situación y obligan al recalcitrante patrón a dar la orden de virar en redondo, y poner rumbo a la rebasada ensenada para recoger a los atribulados viajeros. La falúa perseguidora precedió al velero para alertar  a los emigrantes, no sin antes haber dejado a un grupo de retén a bordo de la Joven Gaspar, para evitar un repentino cambio de actitud por parte del patrón.
La goleta permanece al pairo hasta el anochecer frente al lugar, arribando a la cala de noche, actuando como práctico don Ramón Yánez Pérez, quien tenía un profundo conocimiento de los fondos del lugar. Al abrigo de los vientos, fondean; mientras en las falúas del citado Nicolás, la de un tío de éste, don Ernesto Yánez de la Cruz, y la de don Cirilo Carrillo, comienzan a embarcar a los integrantes de la expedición.
El primero en terminar es Nicolás, quien iza su falúa a bordo de la goleta. Los restantes se demoran en la búsqueda de más viajeros y a altas horas de la madrugada se ven en la obligación de salir a  mar abierta para alcanzar a la goleta que, por temor a las luces de la inmediata aurora, había largado velas y cogiendo brisa se alejaba de nuevo rumbo al Oeste. La falúa más veloz de las dos restantes, la de Ernesto, va acortando distancia acercándose paulatinamente al barco, mientras, le hacían señales luminosas, prendiéndole fuego a una camisa previamente empapada en gasoil y amarrada a un remo, logrando que éste conecte visualmente con ellos y se detenga acortando el velamen, aguantando a la capa el abordaje de los retrasados. Ya embarcados, se trinca a bordo también la motora de Ernesto, y trasvasando todo el combustible al depósito de la retornante, la de Cirilo; se despiden emocionadamente de él y de sus tripulantes, mientras se alejan rumbo a alta mar. Gracias al aporte de combustible, la lancha de Cirilo pudo alcanzar la tierra retomando la línea de la costa rumbo hacía el refugio del Caletón, en La Matanza.
De nuevo en ruta la Joven Gaspar, a don Ginés, el patrón, le esperaba una nueva sorpresa; se le presenta la persona que se iba a encargar de pilotar el navío hasta su destino. Éste era un tal Cejas, un represaliado político del régimen franquista, el cual había sido desposeído de su título de piloto por cuestiones políticas y hasta la fecha, se había ganado la vida trabajando como apuntador de carga en los muelles de Santa Cruz, donde fue reclutado para dirigir la derrota hacía América de la Joven Gaspar. A este marino, los que aún sobreviven a la odisea del viaje, le deben el haber llegado sano y salvo a Venezuela.
Aún quedaba pendiente el tema de los víveres para el viaje, que estaban escondidos con los útiles de cocina en un lugar del Puerto de La Cruz, donde además les esperaba un nutrido grupo de viajeros. Ante la posibilidad de que pudieran crear problemas al pretender embarcar, estando el velero ya sobrecargado con 150 personas, entre ellas dos mujeres y dos niños, deliberan sobre la imposibilidad de adentrarse en el Océano sin provisiones y casi sin agua, pues ello equivaldría a un suicidio colectivo.
Ante esta disyuntiva, un herreño llamado Matías, les propone la posibilidad de poner rumbo hacía su isla, hasta el término de Sabinosa; allí tendrían la posibilidad de encontrar la suficientes provisiones para toda la travesía. El hecho de que el tal Matías llegase a un acuerdo con el patrón, o con el apoderado del dueño del barco para recoger a otros viajeros en la isla del Hierro, hace suponer la total seguridad de encontrar las provisiones esperadas, razón por la cual decidieron iniciar la travesía abandonando las provisiones y el agua también almacenadas en el Puerto de la Cruz, traicionando y defraudando a los viajeros que esperaban en dicho puerto. De acuerdo con el herreño Matías, arrumban al faro de Orchilla y, tras rebasarlo, fondean en una ensenada del citado pueblo.
Llegados a dicho lugar, entran en contacto con unos pescadores, los cuales les sirven de guía para entrevistarse con unos agricultores, quienes manifiestan su deseo de viajar a Venezuela, a cambio aportarían las provisiones necesarias para la travesía, costeándose así el precio del pasaje. Cerrado el trato, consiguen requisar cuatro vacas, dos cochinos, papas, judías, harina, gofio, quesos, higos pasados; en suma todo lo que pudieron aportar los nuevos viajeros.
Conducido hasta la playa  y sacrificado a la orilla del mar, el ganado fue debidamente salado y convertido en tasajo, y se estivó en los pocos resquicios que en la bodega dejaban libre los pasajeros. El resto de las provisiones fueron transportadas a lomos de bestias desde el interior de la isla por los parientes de los nuevos expedicionarios herreños; se hizo acopio de toda el agua posible, utilizando para ello bidones de combustible que fueron trincados en cubierta. Cuando tenían todo el bagaje a punto, fueron alertados de la próxima presencia de la guardia civil que habían sido avisados por algún confidente de los muchos que este cuerpo represivo suele utilizar en las islas.
Ante este nuevo contratiempo, largan velas de manera apresurada, y la Joven Gaspar daba la popa de manera definitiva a la isla del meridiano cero, el 23 de junio, comenzando la gran aventura. En las costas, las lúdicas hogueras resplandecían dando el postrer adiós a la bella y gallarda estampa marinera de la goleta, que arrumbaba de nuevo al Oeste en busca del nuevo mundo y de la tan anhelada tierra de promisión.
El fino y esbelto  tajamar hendía   las olas, empujado por un suave viento que soplaba por la banda de estribor y que trasmitía su alegre temblor por todo el aparejo. En el timón se iban turnando las sucesivas guardias que los alejaba de las islas de su nacimiento y los iba acercando paulatinamente, hacía su objetivo final. Durante los primeros días de navegación, los pasajeros que no estaban habituados a navegar sufrieron las naturales molestias de los mareos, hasta que se fueron adaptando progresivamente a los balanceos del velero.
Como habían zarpado sin utensilios de cocina apropiados para cocinar tantas raciones, optaron por improvisarlos, cortando por la mitad algunos bidones, los cuales hicieron las veces de grandes calderos y con unos botes a los que se le amarraron unos palos se hicieron cucharones para remover y servir las raciones. El viajero mejor alimentado con el producto más fresco era sin duda el gato de a bordo, quien hacía su agosto con los peces voladores que después de chocar contra las velas caían aturdidos en cubierta.
Durante la primera etapa del viaje, el consumo de alimentos y bebidas fue desmesurado, debido al hambre crónica que hacía mella en la mayoría de los viajeros, y por la ignorancia que tenían en cuanto a la duración del viaje. Esta situación motivó una seria deliberación, y decidieron racionar las provisiones. El encargado de racionar el agua era un tal Hermógenes, quien distribuía un cazo diario por persona, pero como siempre sucede, no faltaban los listillos y aprovechados, algunos de éstos, desarmando las tuberías de refrigeración de los motores de las falúas introducían estas hasta el fondo de los bidones succionado cuanta agua les apetecía, en detrimento del resto de los pasajeros. La escasez del líquido elemento tomó tales proporciones que los responsables se vieron en la necesidad de utilizar agua del mar mezclándola en partes proporcionales con agua dulce para cocer los alimentos.
Debido a estas penosas condiciones de vida a bordo; unido a la natural impaciencia por tocar puerto; comenzó a reinar entre los viajeros el desasosiego. La tensión entre los tripulantes era mucho más álgida, llegando a formarse dos bandos claramente diferenciados. De un lado el patrón y sus tripulantes; de otro, el piloto con el apoderado del dueño del velero y los propietarios de las falúas y algunos pescadores, entre ellos Ruperto García Yánez y José Lucas Ravelo quienes  se costeaban el viaje con su trabajo personal en cubierta. Las diferencias entre ambas facciones estaban motivadas por el comportamiento de don Ginès, el patrón, quien se negaba a recibir órdenes del piloto, Sr. Cejas. Cuando se producía el cambio de guardia, el patrón aprovechaba para enmendar el rumbo de la embarcación, que previamente había marcado el piloto, consiguiendo de esta manera sacar de su ruta correcta a la goleta. A don Ginés le costaba admitir que los conocimientos de un patrón de costa no eran suficientes para la gobernación de altura, donde como es natural carece de puntos de referencias costeros para situar al buque, por ello, el piloto tenía que corregir con el sextante el rumbo del barco en cada cambio de guardia, viéndose obligado a amonestar la temeraria conducta del tozudo patrón.
La situación a bordo era bastante tensa, hasta que los viajeros comenzaron a notar las cálidas temperaturas y un elevado índice de humedad; que presagiaban la proximidad de tierra. Ésta situación ambiental motivó algunas ligeras tormentas con ocasionales lluvias que provocaron el natural regocijo de los expedicionarios, quienes pudieron refrescar sus resecas gargantas y remojar su acartonada piel. Este hecho elevó la moral de tripulantes y viajeros, quienes más animados y con el velero bien orientado, avistaron tierra a los pocos días. Sobre la arribada existen dos versiones: la primera la facilita don Ernesto Yánez de la Cruz, quien afirma que, el barco había derivado algo al Sur y hubo de entrar por el “Paso de la serpiente”, entre Trinidad y el delta del Amacuro, en la costa venezolana. Siendo después impulsado por la fuerza de la corriente de los diversos caños de la desembocadura del río Orinoco, el barco remontó hacía el Norte, dentro del golfo de Paria, para salir nuevamente al mar Caribe por el estrecho del Dragón. La otra versión, más simple, es la relatada por don Fidel Nicolás quien declara que arribaron directamente a los islotes de los Testigos, viéndose al oscurecer completamente rodeados por rocas. Ante esta evidente situación de peligro, con grandes precauciones lanzó el escandallo y se tomaron sondas que fueron dando repuestas de 3 a 3,5 brazas, lo que según expresión de algunos viajeros motivó el que algunos “se cagaran de miedo”.
Con la quilla rozando fondo, esperaron el amanecer y con la subida de la marea, tomando precauciones y sondeando periódicamente de nuevo, lograron salir de los peligrosos escollos; acto seguido pusieron rumbo hacía el Puerto de la Cruz.
Hacía ya 27 días que habían dejado a popa la isla del Hierro, por consiguiente la fecha era la del 21 de julio de 1950. Al dejar atrás los Testigos, divisan a otro barco en su travesía. Era un velero con tripulantes negros, pescadores de la isla de la Martiníca. Entablan contacto con éstos y gracias a un viajero, un tal Rosales, que hablaba inglés y quien actuando como interprete solventó la situación; consiguieron algo de pescado fresco, arroz y funche a cambio de algunas bebidas alcohólicas; comprueban la posición exacta del barco con sus respectivas cartas náuticas,  y después de recibir de los pescadores una carta más ampliada de la zona, la goleta tinerfeña enfila de nuevo su rumbo hacía la costa venezolana. Puerto de la Cruz se muestra ante los cansados y hambrientos emigrantes el 24 de julio de 1950. Han alcanzado su primer objetivo.
Arrumban hacía el interior del puerto, pero los contratiempos no habían concluido, y son interceptados por una lancha patrullera  de la armada de Venezuela que al comprobar su procedencia ilegal los escolta hasta un fondeadero. Allí les ordenan largar el ancla; y el piloto aprovecha la maniobra para abordar un petrolero, logrando romper el bauprés  de la goleta.
El heroico viaje del Joven Gaspar, finalizó  siendo remolcado hasta un apartado fondeadero del puerto de La Guaira, donde con el transcurso del tiempo su esbelta y gallarda estampa marinera poco a poco fue adquiriendo la forma de un anónimo esqueleto ante el empuje de desconocidas y despiadadas herramientas de desguace.

Eduardo Pedro García Rodríguez

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